3 de mayo de 2009

COSAS DEL TIEMPO
(El barrio I)


En el año 1967 dejaba el número 7 de la castiza calle de Los Caños. Abandonaba los intrincados y a la vez umbríos y frescos callejones del Jaén medieval para desembarcar en un barrio de luz perenne; en una casa en lo más alto de la Loma, desde la que veía amanecer y ponerse el sol, y a la que atacaban despiadadamente los aires solanos veraniegos y los vendavales de temporal de invierno.
De esta manera nos sumábamos a la modernidad desarrollista de aquellos años, en los que gracias al movimiento cooperativo se posibilitó el acceso a un nuevo modelo de vivienda unifamiliar a precios asequibles a colectivos sociales de economías medias y que supuso una importante mejora en calidad de vida.
Cambiaba el concepto urbano, del estrecho callejón empedrado a la calle asfaltada, aunque la de Santo Tomás tardó muchos años en engalanarse de esta guisa. Del patio recoleto al secarral soleado y arcilloso pero que con el tiempo se convertirían en jardines placenteros.
Todo estaba por hacer
Frente a mi puerta no había más puertas, sino una inmensa ventana, en la que la vista descansaba en las lejanas Lomas de Úbeda, los picos de Mágina, que se fundían en el horizonte los días de calima.
Nos despertaba por las mañanas el mugido de las vacas del Curro, cuyas gallinas paseaban por la calle poniendo un punto de piedad agrícola a la incipiente urbanización del barrio.
Nuevos amigos que se incorporaban a una iniciada juventud que alborozaba la calle Santo Tomas. Paco Castillo, Enrique, el de Melilla, el otro Paco, hijo de D.Miguel, Juande y su hermano Fernando. Todos nos uníamos para jugar al futbol, entre la polvareda del terrizo, pese a la perenne queja de algún vecino, que no se rendía a la evidencia de la juventud.
Nuevos grupos se formaron con la parte de arriba y abajo de La Loma. Con Justo Sol, que “se prestaba” el “1500” de su padre y a duro por cabeza nos largábamos de viaje a Granada. Los guatecorros en los bajos de su casa al que se unían una parva de innumerables hermanos y hermanas.
El centro de reuniones se habilitaba en el Bar La Luna, regentado por los hermanos Lirio.
El bueno de Salvador y Antonio.
Siempre caía alguna ronda por cuenta de la casa, y alguna tapa extra, para aquellas bocas sedientas y hambrientas en cuyos bolsillos nunca tenían la gracia de arroparse más de cinco pesetas juntas.
Y para que de vez en cuando aquellas pesetas pudieran convertirse en “capital”, descargábamos los camiones de Frías, al final de la calle Sierra Mágina.
Los “híper” del barrio se concentraban en la tienda de “Lala”, abuela de la saga de los Toledano, y la mas antigua y pionera de Lolita, en la Travesía de Sierra Mágina.
El punto exótico del barrio lo ponía el loro de la casa de los Pinto, desde cuyo balcón el animal llegó a doctorarse en las más sonoras palabras de nuestra Real Academia.
Los estudios en la Universidad Laboral de Córdoba, nos desagregaron a algunos de la cotidianeidad del barrio, al que veíamos crecer de cuatro en cuatro meses, para darnos cuenta que la ropa se le iba quedando pequeña; como a nosotros y había que sacarle a los bajos de los pantalones del barrio: como a nosotros.
Las casas se fueron remozando y las calle tomando otros aspectos. Los primeros tramos de las vías fueron ocupados por casas de pisos en sustitución de los almacenes y naves, cuyos bajos eran ocupados por nuevos comercios y servicios. En los segundos tramos se asentaba otra zona mas residencial de casas adosadas, por cuyas verjas las buganvillas y rosaledas coloreaban las fachadas, y los jazmines y madreselvas tomaban las calles con sus perfumes. Marché de la calle Santo Tomas en 1980, para volver a vivir nuevamente en 1991 durante dos años y ver como la droga se había llevado a mucha gente por delante, y el “caballo” corría desbocado por la calle sin que nadie fuera capaz de parar aquella carrera asesina.
Fueron años malos.
Realmente ahora que lo pienso nunca he abandonado definitivamente el barrio. Visitaba todos los domingos de forma fija a mis padres, hasta que ambos se fueron con los diciembres de los inviernos malos. Después nos tocó cuidar a una tita muy mayor. Un día de San Juan me avisó que la Tragantía venía a por ella y a por el último grano de su reloj de arena.

Ahora sigo subiendo periódicamente a la Loma del Royo, a ver a mis hermanos, que decidieron volver con el tiempo al barrio.
Cuando corono la Calle Maestro Cebrián, y he girado hacia Santo Tomas para coger su prolongación, alguna vez he vuelto la cabeza porque me parecía haber escuchado las campanillas de los jaeces de las mulillas que el Curro tan primorosamente adornaba los días grandes de corrida.
Los aires de lo alto de La Loma, que como a los de Tarifa, a veces nos hacen ver y oír cosas que no son.
Cosas del tiempo.

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