Sabes, aquella noche la neblina había dejado una gasa acuosa sobre las maderas del Ponts Des Arts. Acuérdate. Entonces nos asomábamos desde el Quai de Montebello para ver a la señora del Sena, tan esplendorosa y esbelta con las luces de la noche. Como tú cuando te iluminaban los focos de los bateaux, al son de baladas de acordeón, regalándoles tu mirada desde los muros del rio. Al fondo, al oeste de la noche, la otra dama de esbelto cuello nos mandaba destellos y guiños recogidos del Boulevard Clichy. Es muy alta y aunque esté al lado del Sena ve lo que pasa en Clichy. Creo que es de allí de donde copia ese descaro de pícara nocturnidad. Se cual es la razón de traerme en los anocheceres al Ponts des Arts, porque contrario a las normas que dicta la geografía el rio Sena no divide París. Al contrario; lo une porque el Sena en francés es femenino, es “la Seine”, por eso se deja poner todos esos brazaletes para ser enjoyada por los pasos de quienes la cruzan de la “Rive droite” a la “Rive gauche” .Y entre esos arcos iris tan cabalgados de sueños yo he discurrido muchas veces por el Ponts des Arts desde la Rúe de l’Arbre sec con dirección a Quai Celestine buscando ansiosamente a la Maga de Cortázar. Pont des Arts es diadema con flores de pasos y besos. Más de besos que de pasos. En los brazos de Pont des Arts quedaron colgados miles de declaraciones de amor con una creencia de perpetuidad como las férreas ataduras que se prendían en sus barandas. El amor lo ha cegado con promesas metálicas de dorados suspiros, de mañanas que probablemente nunca llegarán a ser pasado. A veces no es el amor tan duradero como la prisión de esos candados cuyas llaves son entregadas a la madre Sena para su eterna custodia. Tan es así que han sido retirados por el Ayuntamiento de París en el temor de que tan grande carga produjera daños a esa pasarela de quereres .Jamás vi hundirse nada por el peso del amor. No importa que el Pont des Arts haya sido desamorado. Los besos robados en un atardecer lluvioso cubrirán sus barandas como enredaderas y volverán a cargarlo nuevamente. Con un amor libre y sin candados. Como es Paris; tan abierto; tan sin ataduras. Lo cruzaré nuevamente y me detendré a ver cómo pasa el gris oliva acuoso de las aguas del Sena y esperaré a mi Maga aunque no llegue nunca. Volverte a ver por ahora, es difícil. Pero París es también imagen soñada. Como tú.
8 de diciembre de 2020
EL DESIERTO DE LOS VALORES
Tengo suerte cuando mi libre capacidad de opinar, de hacer un juicio sobre algo o alguien, puedo exponerla en un lugar al alcance de un número determinado de personas, en esta ventana de papel. Lo hice en numerosas ocasiones de forma verbal con mejor o peor fortuna en otros tiempos y lugares. A veces para converger, otras para discrepar. En esta última ocasión, he sido adversario leal. Durante el transcurso de la vida de aquellos organismos que forman parte del conjunto social, estos, cada periodo de tiempo se renuevan democráticamente. Lo hacen con sus órganos internos y en ellos se toman decisiones que afectarán al devenir futuro y al fin para el cual fueron creados. La democracia de la decisión se sustenta en la mayoría de aquellos que tienen capacidad para decidir. A veces las decisiones puede que no gusten a un conjunto que no llega a alcanzar el suficiente nivel cuantitativo de consenso para que su opción, del tipo que sea, consiga ser la de mayor aceptación democrática. Incluso puede que la diferencia sea mínima. En este caso, es donde destacan aquellos líderes que al día siguiente de producirse el plebiscito deciden tender la mano generosamente y buscan todos aquellos puntos de consenso que hacen volver a unir las diferentes opciones fortaleciendo el organismo de cuya máxima representación son responsables. Por otro lado, la democracia lleva implícita un contrato de aceptación de reglas y por tanto el respeto a las mismas. Eso es lo que denomino lealtad a las reglas del juego. No siempre es así. Para algunos, desgraciadamente, ese “deber estar” se supedita a la pretensión no alcanzada, subvirtiendo la democracia y la regla. Inician pues una guerra sucia de poner palos en las ruedas de todos aquellos vehículos que canalizan las decisiones legítimas. Siembran el camino de obstáculos de oculta autoría o simplemente cercenan recursos. Cuando las instituciones que albergan a esta plaga de termitas de la democracia miran hacia otro lado y permiten su reproducción, quedan contaminadas. Lo que fue referencia y valor durante muchos años se disipa y el horizonte se queda sin guía. Como una noche oscura en un desierto. Así, andando a ciegas suelen perecer quienes buscan un camino o una salida de un páramo con la brújula de los valores estropeada. En la religión, la fe salva muchas veces las oscuridades y las pérdidas. En el ámbito de otras instituciones como las políticas o sindicales, cuando las ideas quedan relegadas por la ambición y la falta de ética, entonces por mucho que se empeñen, todo será desierto.
ACÁ Y ALLÁ
Mi padre me mandaba a pelar a la barbería de lo alto de la calle de Los Caños. Realmente estaba en un rellano de la calle Martínez Molina. Una fachada perpendicular a esta vía que la estrangulaba con la confitería La Campana en la otra parte. El local lo regentaba Emilio, hermano del cura párroco de la iglesia de La Magdalena, cuya vivienda estaba a una decena de metros de esta industria. Los curas y los barberos han sido siempre personajes importantes. Un dúo en cuyas manos se ha muñido la vida y las miserias del paisanaje que giraba en su entorno vital. A sus oídos iban a parar lo más selecto del mentidero. Las lenguas se aproximaban bastante más afiladas que las navajas. Rasuraban y degollaban sin destreza ni piedad. La butaca de la barbería tenía una gran ventaja frente al confesionario. En primer lugar no había que ponerse de rodillas, y con la palanquita del pie del sillón, te subía convenientemente para quedar a la altura necesaria. El barbero, al contrario que en el confesionario, ejercía su oficio de pie, con algo más de incomodidad, pero le permitía una libertad de movimientos, de los que carecía el oscuro cajón eclesiástico. El tiempo del rasurado de barba o del pelado, daba lugar a confesiones bidireccionales, cuestión esta que el derecho canónico no permitía. Finalmente la absolución barbera no comportaba penitencia alguna. Es más, una buena propina permitía salir con una dosis de colonia varonil. Chismes de toda índole y pecados de lo más variado eran controlados por aquel dúo. El local de la barbería venía a ser una especia de sacristía laica. Cura y barbero blandían en sus manos dos herramientas fundamentales. Una para la vida del más allá y otra para la del más acá. La mano que se levantaba y perdonaba tus pecados te abría nuevamente las puertas a la vida celestial. La otra mano manejaba una afilada navaja que se deslizaba varias veces por tu cuello y cuya destreza impedía que pasaras a la otra vida. Sin duda alguna ambos personajes compartían el depósito de confianza necesario para salvaguardar ambas vidas: la terrenal y la otra. No debe ser casualidad que D.Miguel de Cervantes introdujera para su universal obra del Quijote a estos dos personajes, el cura y el barbero, con la misión novelesca de reconducir la locura de Alonso Quijano hacia la razón ordenada. Otro D.Miguel, en este caso Unamuno en su obra Vida de D.Quijote y Sancho los retrata: Ante un acto de heroísmo, de locura, a todos estos bachilleres, curas y barberos no se les ocurre sino preguntarse ¿Por qué lo hará? Nunca entendieron la razón de la sinrazón.
4 de diciembre de 2020
LOS EQUILIBRISTAS
¡¡ Los equilibristas¡¡ gritaban los liliputienses de la
película de Fellini, haciendo vibrar la erre,
para enfatizar de esta manera el
anuncio de la llegada del circo. Las tardes cobreadas del otoño provinciano que
permitía el sol de un octubre precursor de lo invernal nos conducían a la feria
de un noble mediante la santificación del jolgorio planificado desde el orden
civil. Así, Lucas el del toro
evangelizador, se convirtió en adalid de la caseta y el pincho con
cerveza gracias a preceder al apellido del noble Iranzo. La carencia y escasez de medios de
comunicación de aquellos años de niñez no nos permitían enterarnos con
anticipación que llegaba el circo. Porque la feria era el circo. La cartelería,
poca por la escasez de papel, se concentraba
en los lugares más concurridos, y algún que otro ejemplar se exponía en los
barrios. Había sin embargo otro elemento que
ejercía de anunciador. El aire, que desde el recinto ferial ejercía de pregonero a los barrios altos con un
olor característico de aquella gran lona que albergaba la expectante ilusión:
las fieras. Era el olor de las fieras, y entre ellas la atención se fijaba en
aquellos leones que con su enorme melena y terribles fauces ocupaban la mayor
parte de la propaganda. De aquellas fieras desconocíamos casi todo, salvo ser
voraces devoradoras de cristianos en los circos romanos, según nos daba a
entender la enciclopedia Álvarez, única ventana de la cultura dirigida de
aquellas décadas. Algún que otro león aparecía de forma esporádica: fiero, estrangulado por Hércules, o manso a los pies
del evangelista San Marcos. Hoy las camadas de leones, se reproducen más en
Wall Street, que en el parque africano de
Serengueti, democratizando la ley del carnívoro: matar para vivir. Han
transformado su voracidad depredadora de cristianos por un menú de pobres y estúpidos avarientos
que creen haber encontrado la fórmula de la piedra filosofal en la especulación.
Los circos han venido cada vez a menos. Quizás porque el gran atractivo de la carpa
era el asombro y la ilusión, difuminados por los avances de la televisión y las
redes sociales, otro gran circo adaptado a la oferta consumista. Ya no hay
magia, y el truco se ha convertido en estafa y engaño. Porque ya no se trata de
sacar nada de la chistera. Todo lo contrario. Meter en ella cuanto más se
pueda. Los equilibristas son ahora los que con tres trabajos temporales no
llegan a final de mes. Así andamos cuando el circo de nuestra estrella central
se ha apagado. Se acabó todo lo que giraba alrededor de él.