Un callejón angosto en Praga. No
recuerdo su nombre. Al menos con seguridad. Puede que fuera Belemska, pero la
memoria no me lo sugiere con claridad.
Sin embargo, me queda la nítida imagen de aquella tienda de máquinas de
fotografías, ancladas en un pasado que detuvo muchas cosas. Un escaparate de
asilo arqueológico. De tiempo congelado. Unos metros más abajo, en otro viejo edificio que intentaba
sobrevivir al calendario, conocí a las damas de Praga. En su interior, dos habitaciones de paredes
cubiertas por el polvo, impedían descubrir el color que le fuera asignado
antaño. Dos ventanas altas y estrechas, recogían la escasa luz de la calleja. Desde esas
paredes algunas docenas de miradas me atraían poderosamente, porque ninguna de
ellas repetía reflejos o sentimientos. Eran miradas de mujeres. Algunas
serenas, dulces, reflexivas, soñadoras, lejanas, pícaras, provocadoras, otras
de terror, de lejanía, de contemplación, inquisidora, interrogante, misteriosa.
Permanecí durante un buen rato en
aquella sala, con la sensación de ser objeto observado a la vez que trataba de
descifrar qué se ocultaba tras cada una de aquellas miradas. A la salida, una
pequeña librería en la que adquirí un álbum de gran formato que contenía buena
parte de estas obras.
¿Le gusta Mucha? Me inquirió el librero.
Asentí a su pregunta, -pero me llevo una
colección de miradas- . Pertenecían a los rostros femeninos que Alfons Mucha
plasmó en su pródiga producción de cartelería, de la que una buena muestra
colgaba de aquellos muros. No oculto mi gusto por el Art Nouveau, pero aquel
encuentro casual me proporcionó la oportunidad de ahondar en la obra de este
pintor para valorar lo excepcional de su diseño.
Además, a qué venía todo esto. Ya
me acuerdo.
Hoy es el día del sol invicto,
del solsticio de invierno. Empieza el invierno que siendo sustantivamente
masculino, es representado alegóricamente por Mucha por otra figura femenina
que destaca sobre un fondo yermo, con naturaleza despojada ya de su otoñal
vestimenta y en la que la nieve hace presencia. La alegoría se cubre con una
blanca túnica de la que sólo es visible su rostro. Unos ojos que miran hacia
algo que ha quedado atrás. Quizás desconfiados.
No lo sé. Nuevamente los ojos y
la mirada.