La combinación armónica de sonidos y tiempos es una de las definiciones de la música. Tiempo y sonido. La falta de sonido es el silencio. Afirmación cierta. Pero si nos damos cuenta en una composición musical hay elementos necesarios que dan cuerpo y sentido armónico a la melodía: los silencios.
Este binomio es aplicable en la
misma proporción a otros ámbitos y, creo, que con iguales resultados. El sonido no armónico es el ruido. Tenemos en
demasiadas ocasiones excesos de ruidos. Del físico y del otro. Es aquí donde el
silencio debe actuar de medicina.
La meditación del claustro
requiere silencio, para encontrase a si mismo u otros entes o ideas que
consoliden nuestra estructura espiritual.
La palabra hablada, la que se
conversa, se acompasa sin duda con el silencio y le cede el papel de la
expresión a la mirada, o a las manos y en ese juego el silencio actúa de
árbitro y son otros los jugadores actores. Las respuestas entonces hay que hallarlas en unos ojos, en un
gesto. El diálogo discreto requiere del silencio. Esa reserva volitiva, impuesta de natural,
sin esfuerzo nos marca sin duda la calidad del interlocutor que lo practica y
genera valores como la confianza y la lealtad.
Recuerdo con admiración aquellos
programas de Trece Noches en el que Jesus Quintero y Antonio Gala dialogaron sobre
temas como el amor, la vida, la soledad,
los mitos, y en los que ambos fueron maestros del verbo y sobre todo de la
contemplación, el gesto. Fue un empate entre todas las herramientas que
formaron parte de aquellos diálogos. Intento
ser alumno en prácticas de este lenguaje no verbal y escuchar reflejos de
pupilas, susurros de manos…
Esta sintaxis de pensamientos y
palabras son sin duda fruto de la ausencia de ruido. Ausencia buscada y
necesaria. Huyo del ruido en todas sus versiones, sin renunciar a ninguno de aquellos sonidos
que me conducen equilibradamente hacia el interior propio y ajeno.
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