Durante mi época de estudios universitario, en un seminario de Hacienda Pública tuve la ocasión de escuchar la intervención de un compañero de carrera que definía el delito fiscal bajo un concepto tauromáquico que rayaba en la genialidad: “Engañar a Hacienda es darle una manoletina baja al fisco”.
De qué forma tan genuinamente española describía esa inveterada costumbre que la nobleza del siglo XIII ya apadrinaba bajo el interesado principio de : quien roba al común no roba a nengun.
Alfonso X el Sabio trató de corregir esta sacaliña de las arcas reales en su Código de la Siete Partidas, rechazado por los “grandes del reino de Castilla”. Esta tradición (traición más que lo otro ) es mantenida en el tiempo por la nobleza, transmitida a la aristocracia burguesa y contagiada al resto de la ciudadanía que siempre ha aspirado a adquirir las malas costumbres que denotan importancia social. Aquí somos importantes no por contribuir a este país mediante aportaciones científicas, literarias o de otra índole como Ramón y Cajal, Unamuno, Severo Ochoa o Machado, si no por torear al fisco y robar a lo común. Y lo predicamos en los casinos y en las tabernas contribuyendo a esa España negra a cuya imagen somos tan merecedores como culpables.
El estado protege en ocasiones esta afición a las trampas, que pone en valor la venganza fiscal contra quien trata de mancillar nuestro “honor económico patrimonial”. La cleptomanía patriótica forma parte de nuestra libido fiscal, convirtiéndose en una ciencia sin titulo universitario, cuyo rendimiento es más que notorio. Como digo, esta escuela ha proporcionado bachilleres de la truhanería, que debieran unirse a esas especies de la picaresca intrínsecamente española, tales como alijadores, suripantas, timadores, saludadores, etc.
Estos, que antaño se reunían en el sevillano Patio de Monipodio, han optado por modernizarse y ahora lo hacen en los paraísos fiscales, convirtiéndose en burladores del sostenimiento de lo común.
A lo común, ellos lo llaman “patria”, que siempre llevan en la solapa con su banderita, pero nunca en el bolsillo para atender las necesidades de esa “madre” a la que tanto dicen querer y defender como cosa suya y única.
Los que somos declarados en estado de orfandad patriótica, y con el sentimiento claro que lo común debe ser soportado de forma equitativa por todos, es decir, los sujetos a rentas del trabajo, nos corresponde sufragarles los gastos a esa “madre” desnaturalizada económicamente por tan buenos hijos.
A estos ubérrimos hijos, ahora les han concedido una amnistía fiscal para perpetuar la genética defraudadora que caracteriza a esta raza de prohombres. Muchos de ellos además son objeto de honores, grandezas y medallas para premiar tan grande “contribución”. Mientras en los andenes de las estaciones de tren de los años 60, miles de españoles, con la maleta de madera, atada con las cuerdas de la angustia, salían a Europa a repatriar con esfuerzo y sacrificio los capitales evadidos al fisco.
En esto hemos cambiado poco, o nada.
Una buena madre debe de educar a sus hijos y cuando estos se comportan de forma tan rastrera, la única manera de no perjudicar al resto de la familia es correrlos a escobazos y echarlos de la casa.
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