Los espejos de hoy son de una crueldad extrema. Reflejan de
forma inmisericorde las realidades, sin concesión estética alguna. Han perdido esos viejos marcos dorados, en
cuyo interior el azogue acristalado invitaba a mirarse.
Un reflejo de imagen
distorsionado por esa estructura imperfecta de la reflexión, llena de una
turbidez que permitía establecer una conversación interesada entre imagen y
realidad, para adaptar esta última a la dulcificación conveniente de la visión
estética de nuestra figura.
Además, el inexorable paso del tiempo era seguido por aquella
composición inestable de la imagen. El deterioro del azogue acompañaba
solidariamente al nuestro, de ahí que el “azogarse” en el sentido académico de
turbación o impacto emocional, no se produjera al reflejar la cana o la arruga.
Por tanto, estos espejos eran poseedores de esa misericordia
enmarcada en rubios estucados, de la que carecen los actuales. Altares de la
divina piedad.
La tecnología actual crea otros espejos a los que nos
miramos, bajo otros principios físicos diferentes. Estos últimos son
implacables e inicuos. Nada mas asomarnos a ellos nos desnudan exterior e
interiormente para mostrar nuestras más sutiles intimidades y las retienen pese
a que no nos sigamos asomando a su marco.
Es cuestión de elegir en donde queremos mirarnos, pero hacia
el interior de cada uno, ordenarse, vaciarse, como señalaba Jodowrosky, sea la
imagen más sabia.
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