MRS ROBINSON, ARIAS Y YO.
(Crónicas universitarias II)
Creo que en la oscuridad (hello darkness) del recuerdo sólo me queda la vaga imagen de una cara batallada por el acné juvenil y un apellido: Arias.
Me dijo que le había llamado Mrs. Robinson para que la visitásemos una tarde plomiza del inicio de noviembre del 68 en un cine del sector sur cordobés.
Aquella seductora pierna que se enfundaba la media en la alcoba, frente a Benj, era una tarjeta de visita tentadora, cuando todo en la universidad laboral se tapaba hasta los tobillos, y la señora Robinson estaba dispuesta a enseñarla sesión tras sesión en aquel cine.
La carne, aunque fuera en el celuloide nos tentaba ante el racionamiento que la época imponía y la orden dominica custodiaba.
Para acudir a aquella cita esperábamos que la Sra. Robinson nos bajara en su coche. Pero no lo hizo; tampoco el rojo autobús londinense con volante a la derecha, cuyo preceptivo pase era necesario, y del que carecíamos por no ser merecedores del mismo.
Arias encontró una rápida solución. Bajaríamos en el tren. Mejor dicho, por la vía del tren.
Nuestra animosa disposición, tardó poco en cambiarse por un terrible dolor de pies que las piedras de la vía nos causaban, pese a calzarnos los “segarras” de suela gorda que engrosaban el ajuar laboral que nos daban.
Tras conseguir llegar a la cementera, tuvimos que parar, porque la única llamada de la carne que percibíamos era la de la planta de los pies, macerada por el cruel camino de hierro.
Continuamos nuestro peregrinaje hacia el sector sur hasta dar con las luces del verde neón que al uso de la época publicitaban los locales cinematográficos.
(Crónicas universitarias II)
Creo que en la oscuridad (hello darkness) del recuerdo sólo me queda la vaga imagen de una cara batallada por el acné juvenil y un apellido: Arias.
Me dijo que le había llamado Mrs. Robinson para que la visitásemos una tarde plomiza del inicio de noviembre del 68 en un cine del sector sur cordobés.
Aquella seductora pierna que se enfundaba la media en la alcoba, frente a Benj, era una tarjeta de visita tentadora, cuando todo en la universidad laboral se tapaba hasta los tobillos, y la señora Robinson estaba dispuesta a enseñarla sesión tras sesión en aquel cine.
La carne, aunque fuera en el celuloide nos tentaba ante el racionamiento que la época imponía y la orden dominica custodiaba.
Para acudir a aquella cita esperábamos que la Sra. Robinson nos bajara en su coche. Pero no lo hizo; tampoco el rojo autobús londinense con volante a la derecha, cuyo preceptivo pase era necesario, y del que carecíamos por no ser merecedores del mismo.
Arias encontró una rápida solución. Bajaríamos en el tren. Mejor dicho, por la vía del tren.
Nuestra animosa disposición, tardó poco en cambiarse por un terrible dolor de pies que las piedras de la vía nos causaban, pese a calzarnos los “segarras” de suela gorda que engrosaban el ajuar laboral que nos daban.
Tras conseguir llegar a la cementera, tuvimos que parar, porque la única llamada de la carne que percibíamos era la de la planta de los pies, macerada por el cruel camino de hierro.
Continuamos nuestro peregrinaje hacia el sector sur hasta dar con las luces del verde neón que al uso de la época publicitaban los locales cinematográficos.
Nos mezclamos entre aquella cola de pecadores que habían sido invitados por la señora Robinson, marcados por el miedo a ser descubiertos por los numerosos agentes que seguramente la universidad tenían infiltrados, cual ejército de salvación de nuestras pecadoras almas.
Jamás se me olvidarán los terribles sacrificios a los que nos obligó Mrs. Robinson, en aquel carnal peregrinaje.
Descubrimos a más de la exuberante pierna de aquella señora que unos chicos llamados Simon and Garfunkel, habían compuesto una magnífica música para la película.
Una vez en pecado mortal, Arias y yo decidimos que había Pepitas, Manolis, Juanis, etc, a las que posiblemente no pudiéramos verles como se subían las medias hasta lo más alto de la nalga, pero en cambio no nos exigirían tan altos esfuerzos físicos. Pensamos que para cuando tuviéramos veinte años a la Sra. Robinson se le habría pasado el arroz y apostamos que para pecar (si es que alcanzábamos tan tremenda suerte) eran mejor las Pérez, García o Martínez.
Y a esta pragmática solución filosófica llegamos de forma definitiva cuando el bocadillo nocturno de calamares del bar de la Plaza de Colón, nos devolvió a la realidad y el autobús colorado de la Universidad Laboral, a la otra más cruda en cuyos fríos pasillos no nos encontramos a ningún Benj, pijo estudiante de papas capitalistas, sino a la calva y resto de persona de fray Osram, tratando de adivinar cuál era la causa de no estar en el comedor cenando. Valores entendidos y pactos de caballeros sellaron su boca, aunque su mirada siguiera inquiriendo una respuesta, que sabía no debía articular.
Silbamos por el corredor acristalado By, by mrs.robinson, hey, hey, hey y por el rabillo del ojo nos pareció ver como fray Osram hacía gestos de desaprobación con la cabeza.
Enfundó sus dos manos tras el cinturón del hábito y se perdió en la oscuridad.
No sé qué fue de Mrs. Robinson, pero guardo como trofeo al tiempo un ejemplar en VHS de la película El Graduado y sigo escuchando con deleite la música de Simon y Garfunkel.
Finalizando estas líneas evocadoras suena en mi equipo de música una guitarra y la voz de Garfunkel me susurra…..
And the leaves that was green turn brown, .........
No sé qué fue de Mrs. Robinson, pero guardo como trofeo al tiempo un ejemplar en VHS de la película El Graduado y sigo escuchando con deleite la música de Simon y Garfunkel.
Finalizando estas líneas evocadoras suena en mi equipo de música una guitarra y la voz de Garfunkel me susurra…..
And the leaves that was green turn brown, .........
(y las hojas que eran verdes se tornaron marrones)
Que le vamos a hacer.
Será verdad.
1 comentario:
Pimo, ¡qué años aquellos!. Hasta para pecar teníamos que tener mucha suerte.
Saludillos.
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